El contrato de compra-venta a su nombre. Los comprobantes de transferencias bancarias. Recibos de remodelación. Cada papel era un recordatorio de cuánto había dado por esa casa… y de cómo se había borrado su lugar en ella.
Metió todo en una carpeta, respiró hondo y cerró la caja fuerte. Si no la querían en esa casa, pensó, entonces no merecían esa casa.
Cuando salió el sol, Emma ya estaba bañada, vestida y con el abrigo puesto. Tomó las llaves del carro, colgó su bolsa del brazo y salió de su pequeño departamento. No iba al hospital. Ese día tenía otra cita pendiente desde hacía mucho tiempo.
El despacho del licenciado Daniel Pierce olía a café recién hecho y papel nuevo. La recepcionista la saludó con una sonrisa cansada; ya la había visto antes. Daniel salió a su encuentro, un hombre de unos cincuenta, de mirada tranquila pero firme.
“¿Lista, señora Emma?” preguntó él, invitándola a pasar.
“Más que lista”, respondió ella, sentándose frente al escritorio.
Meses atrás, cuando la situación en casa de Michael empezó a ponerse tensa, Emma había ido a consultar sus derechos sin decirle nada a nadie. En aquel entonces no quería problemas, sólo quería saber si, llegado el momento, podría defenderse. En el fondo, todavía tenía la esperanza de que las cosas mejoraran.
Pero el mensaje de la madrugada le dejó claro que, para ellos, ella no era familia. Sólo un estorbo conveniente.
Daniel revisó la carpeta con calma. El título de propiedad con el nombre completo de Emma, las transferencias de su cuenta, los pagos de remodelación.
“Todo está en orden”, dijo al final. “Usted es la única dueña.”
Emma asintió, apretando las manos sobre las rodillas.