Él se acercó, tomó los documentos y se quedó de piedra. Leyó una vez. Luego otra. Las manos le sudaban. La casa estaba a nombre de su mamá. Su mamá tenía el derecho legal de recuperarla. Y acababa de hacerlo.
Cuando sonó la quinta llamada, Emma por fin contestó.
“¿Mamá? ¿Qué hiciste? ¿Nos vas a quitar la casa? Tenemos un bebé…”
La voz de Michael se escuchaba alterada, casi desesperada.
Emma habló despacio, sin elevar el tono.
“Me mandaste un mensaje a las dos de la mañana diciéndome que tu suegra no me quiere en el cumpleaños de mi nieto. Dije que lo entendía. Pero lo que no voy a tolerar es que me falten al respeto en la casa que yo pagué.”
“Podemos hablar de esto…”, suplicó él. “No tenías que llegar tan lejos.”
“Michael”, dijo Emma con una tristeza cansada, “he intentado hablar durante tres años.”
Hubo silencio del otro lado. Emma alcanzó a imaginar a su hijo llevándose la mano al cabello, caminando de un lado a otro del comedor que ella había mandado hacer a medida.
“Por favor, mamá… ven a la casa. Vamos a arreglar esto cara a cara.”
Emma cerró los ojos un momento, escuchando el río de fondo.
“Voy a ir”, respondió. “Pero entiende algo: las cosas ya no van a ser como antes.”