Mateo levantó el periódico contra el tabique, con una sonrisa radiante que iluminaba hasta el rincón más lúgubre de la prisión. “¡Mira, papá! ¡Lo logré!”
Gabriel, un hombre que no había llorado en años, sintió que algo se quebraba en su interior. Apretó su mano tatuada contra el frío cristal, intentando acercarse lo más posible. Mateo inmediatamente apretó su pequeña mano contra la de su padre; el calor del otro lado lo alcanzaba de una forma que ningún barrote ni pared podía bloquear.
Se fijó en una pequeña medalla hecha a mano que colgaba del cuello de Mateo, pintada con estrellas y purpurina. Mateo llevaba semanas susurrando por teléfono que quería que papá la viera primero. «La hice para ti, papá. Para que me recuerdes cuando ya no estés», había dicho Mateo.
En esa cabina de visitas, los muros de la prisión desaparecieron. Gabriel no era un recluso con antecedentes; era un padre, rebosante de orgullo, risa y amor. Susurró palabras que no se había atrevido a decir en meses: «Estoy tan orgulloso de ti, amigo».
Se secó los ojos, trazando con los dedos el contorno de Mateo en el cristal. Y ahí mismo, hizo una promesa. Prometió que para cuando Mateo se graduara de la preparatoria, no habría ningún cristal entre ellos; solo abrazos, risas y la libertad de compartir cada momento juntos.