Me desperté bañada en sudor frío en la oscuridad de una habitación de hotel en Ámsterdam. El corazón me latía con fuerza, como si un miedo gélido me recorriera el cuerpo. Acababa de ver a Lucas y Mateo, mis hijos, en un sueño. No era una pesadilla con monstruos, sino algo peor, más real. Estaban encerrados, con el miedo y la pena reflejados en sus rostros, y yo sentía ese dolor como si fuera real. Intenté volver a dormirme, diciéndome que quizá era solo el cansancio del viaje, pero no podía apartar sus ojos de mi pecho, suplicando ayuda. Cancelé mi cita al día siguiente, cambié mi vuelo y subí al primer avión de vuelta a Madrid. No podía explicarlo, pero sabía que tenía que volver a casa.
Al aterrizar, conduje como un robot hasta nuestra casa en La Moraleja. La tarde era radiante, el sol brillaba en las calles tranquilas; una paz que contradecía la tormenta que sentía en mi interior. Ah, eran las cinco de la tarde del martes. La casa estaba en silencio, un extraño silencio se sentía pesado en el aire. Normalmente, a esa hora, se oían los gritos y risas de los gemelos en sus interminables discusiones. Dejé mi maleta junto a la puerta y de repente oí un sonido apenas audible: un susurro, un llanto.
“Por favor… suéltenos. Hemos aprendido la lección”.
Oí voces —similares, entrecortadas— que me empujaban hacia la sala. Y allí, mi mundo se detuvo. Lo que vi hizo que las voces similares se detuvieran, no solo por miedo, sino por una especie de incredulidad que mi mente no podía procesar. Mis hijos gemelos, de once años, estaban en medio de la habitación, atados, espalda contra espalda. Una cuerda gruesa y áspera los rodeaba desde los hombros hasta la cintura, tan apretada que apenas podían respirar.
Tenían la cara hinchada y roja; las mejores camisas de manga larga (inusuales para principios de mayo) estaban hechas de patas y lágrimas. Frente a ellos, sentada en el sofá como si estuviera viendo una película, estaba Nadia, mi esposa. Sostenía una taza de té, y en su rostro se reflejaba una fría y amistosa expresión de satisfacción.
“Si dejan de pelear, aprenderán a trabajar juntos”, dijo en un tono que parecía instructivo, pero lleno de veneno. “Así se enseña a trabajar en equipo”.
Un gruñido escapó de mi garganta, un sonido animal que nunca pensé que podría emitir. “¿¡QUÉ DEMONIOS ESTÁ PASANDO AQUÍ!?”
Nadia se sobresaltó, derramando el té en su regazo. Las gemelas giraron la cabeza al unísono, y al verme, otro llanto —de alivio desesperado— brotó de ellas. “¡Papá! ¡Papá, ayúdanos!”, gritaron al unísono.