Esto no era un malentendido sobre un sueño aterrador o un padre cariñoso revisando a su hija.
Esto era un plan.
Un plan calculado, meticuloso, que involucraba a su propia hija. Un escalofrío que no tenía nada que ver con la hora tardía le recorrió la columna vertebral.
Y al irrumpir en la habitación, supo que acababa de llegar demasiado tarde para detener la primera fase, la crucial. El único misterio ahora era: ¿cuál era el objetivo final? ¿Y podría detener la fase dos?
El cerebro de Anna, a pesar del pánico, comenzó a funcionar a una velocidad vertiginosa, conectando todos los puntos que antes había ignorado. El “trabajo de Mark que requería viajes frecuentes”, las llamadas telefónicas misteriosamente susurradas, el dinero extra que siempre parecía estar disponible sin una explicación clara. No eran indiscreciones; eran elementos de un rompecabezas más grande y mucho más oscuro.
“¿Qué le estás haciendo a nuestra hija?” siseó Anna, la rabia eclipsando su miedo por un breve, poderoso momento. Su voz sonaba irreconocible, áspera y dura.
Mark suspiró, un sonido exasperado, como si Anna fuera una molestia menor que interfería con una tarea importante. “Te lo dije. Vuelve a la cama. Esto es por su bien. Es por nuestro bien.” Levantó el vial de nuevo, y Anna vio que no era un medicamento para el sueño, sino algo claro y viscoso que brillaba ominosamente bajo la luz de la luna.
Ella no dudó. Lanzó el teléfono contra Mark. El impacto, aunque pequeño, fue suficiente para desviar su atención por un segundo crítico. Anna aprovechó la oportunidad. Se abalanzó sobre la mesita de noche, no hacia Lily, sino hacia el maletín. Lo agarró y lo lanzó con todas sus fuerzas contra la ventana. El cristal estalló en una lluvia de fragmentos, y el frío aire de la madrugada inundó la habitación, un grito silencioso de alarma.