Doña Soledad, mi madre, una mujer que se había dejado la piel bajo el sol de los campos de Extremadura para que yo pudiera estudiar, estaba allí. Estaba de rodillas. Sus manos, esas manos curtidas por décadas de trabajo honesto y caricias ásperas pero llenas de amor, frotaban con desesperación una mancha invisible en el suelo. El olor a lejía y amoníaco era tan fuerte que quemaba la garganta nada más entrar. Pero lo que detuvo mi corazón no fue verla limpiar. Fue ver lo que cargaba.
Atados a su espalda con un viejo chal de lana gris, ese que ella tejía cuando yo era niño, estaban mis dos hijos: Santiago y Mateo, de apenas ocho meses. Los bebés se movían inquietos, soltando quejidos suaves, aplastando con su peso la columna vertebral de una mujer de setenta años que apenas podía sostenerse a sí misma.
Yo había regresado antes de mi viaje de negocios en Barcelona. El AVE había llegado con adelanto y quise dar una sorpresa. La sorpresa me la llevé yo. Me quedé paralizado en el umbral de la puerta, oculto por la penumbra del pasillo, incapaz de procesar la escena dantesca que tenía ante mis ojos.
—Diosito, dame fuerzas… —susurró mi madre con la voz rota. Intentó estirarse para alcanzar una esquina detrás del inodoro, y vi cómo su rostro se contraía en una mueca de dolor absoluto. Un espasmo le recorrió la espalda.
En ese instante, el sonido inconfundible de unos tacones de aguja resonó sobre la madera del pasillo. Clac, clac, clac. Fernanda, mi esposa, apareció en escena. Iba impecable, como siempre, vestida con esa ropa de diseño que tanto le gustaba lucir en sus reuniones sociales en el barrio de Salamanca. Se detuvo en el marco de la puerta, cruzó los brazos y miró a mi madre no como a una suegra, ni siquiera como a un ser humano, sino como a un electrodoméstico defectuoso.
—¿Vas a quedarte ahí lloriqueando todo el día o piensas dejar eso brillante? —preguntó Fernanda con un tono tan gélido que cortaba el aire.
Mi madre levantó la cabeza ligeramente, con los ojos inyectados en sangre por el esfuerzo y las lágrimas contenidas.
—Ya… ya casi termino, señorita Fernanda —murmuró, bajando la mirada—. Es que… me duele mucho la cintura. Los niños pesan…