—¿Venderla? —preguntó mi madre cuando se lo dije, sentados en el jardín bajo el sol de otoño—. Pero te ha costado mucho dinero.
—Es demasiado grande, demasiado fría y tiene demasiados malos recuerdos —respondí, cogiendo su mano—. Vamos a comprarnos una casa con terreno, a las afueras, donde puedas plantar tomates y flores si quieres, o simplemente sentarte a mirar el atardecer. Una casa donde tú seas la matriarca, no la sirvienta.
Ella sonrió, y por primera vez en mucho tiempo, la sonrisa llegó a sus ojos.
—¿Y podré cocinar mis lentejas?
—Podrás cocinar lo que te dé la gana, mamá. O no cocinar nada.
Han pasado seis meses desde aquel día. Fernanda está a la espera de juicio; las pruebas de las cámaras de seguridad que ella misma instaló “para vigilar al servicio” fueron su condena. Mis hijos crecen felices, gateando por la hierba de nuestra nueva casa en la sierra de Madrid. Y mi madre… mi madre ha rejuvenecido diez años.
Ayer la vi enseñando a Mateo a coger una flor sin arrancarla. Me miró y me dijo:
—Gracias, hijo. No por la casa, ni por el dinero. Gracias por devolverme mi lugar.
Y yo entendí que el éxito no es tener una mansión en La Moraleja, ni un coche de alta gama, ni viajes en primera clase. El éxito es tener la conciencia tranquila y ver a tu madre sonreír sin miedo.
A ti, que me lees, te pregunto: ¿Sabes realmente lo que pasa en tu casa cuando cierras la puerta y te vas a trabajar? ¿Cuántas veces ignoramos las señales de tristeza en nuestros mayores pensando que “son cosas de la edad”?
No cometas mi error. No esperes a encontrar a tu madre de rodillas para darte cuenta de que la estás perdiendo. Los padres lo dieron todo por nosotros cuando no podíamos ni caminar; lo mínimo que debemos hacer es ser sus bastones cuando a ellos les fallan las piernas.
Si esta historia te ha removido algo por dentro, si te ha hecho pensar en tu madre, en tu abuela o en esa persona que te cuidó, por favor, no te guardes este sentimiento. Llama a tu madre hoy. Visítala. Mírale los brazos, mírale los ojos. Y sobre todo, protégela. Porque madre no hay más que una, y el tiempo no perdona.