Esa boda rota ya no era una tragedia. Se estaba transformando.
Tras la salida de Ethan, el salón quedó en un extraño silencio dulce. El ambiente ya no estaba contaminado por mentiras; Se sentía más ligero, más humano. Varias personas se acercaron para consolarme, desde primos lejanos hasta compañeros de trabajo que apenas conocían. Y después de tanta tensión, tanta devastación, sus palabras me cayeron como agua fresca.
Mi padre me rodeó con un brazo.
—Hoy no perdiste nada, hija —me dijo—. Te salvas .
Mi madre, con lágrimas discretas, añadió:
—Mejor sola que atrapada en un infierno.
Miré alrededor: la torre de champán brillaba intacta, el pastel seguía perfecto, la música sonaba suave. Era irónico: teníamos todo para una celebración excepto un novio digno.
Lily me tomó por los hombros.
—Y si convertimos este desastre en algo nuestro? —preguntó con una sonrisa traviesa.
Pensé que nunca querría ver ese salón otra vez. Pero, sorprendentemente, dije:
—Sí. No dejaré que él se quede con este día.
Y así, sin planearlo, sin guion, sin expectativas… comenzó la fiesta de mi libertad .
Alguien subió el volumen de la música, mis primos corrieron a la pista de baile, mis amigas empezaron a tomarse fotos tontas con el arco floral. La risa volvió, no como negación, sino como resistencia. Cada paso que di en la pista arrancar parecía un pedazo del dolor y sustituirlo por una fuerza nueva.