La bebé —una niña— era prematura pero respiraba. Mark la llamó Grace (Gracia), creyendo que era una señal del cielo. Cámaras y periodistas pronto rodearon el hospital, aclamando el evento como un “nacimiento milagroso desde las cenizas”. La historia se expande por todo el país, capturando corazones y titulares por igual. Pero tras las puertas cerradas del hospital, los médicos estaban discretamente inquietos.
Algo no cuadraba.
La obstetra, la Dra. Helen Marsh, notó inconsistencias en los informes médicos del accidente. Las heridas de Emily eran graves, pero no concordaban con una muerte instantánea. Sus signos vitales se habían desvanecido lentamente con el tiempo: horas, no minutos. Y cuando la Dra. Marsh examinó el informe toxicológico, sintió un escalofrío: se encontraron restos de un sedante poco común en la sangre de Emily.
Alguien se lo había administrado antes de su muerte.
Llamaron a Mark para interrogarlo. Pareció genuinamente conmocionado cuando la policía le dijo que su esposa podría haber estado viva cuando fue declarada muerta. Insistió en que no tenía idea, relatando cómo habían estado esperando felizmente a su hija y planeando un nuevo hogar. Pero la policía no estaba tan segura.
Los vecinos informaron de discusiones nocturnas. Los registros financieros revelaron que las deudas de Mark habían ido aumentando, y que la póliza de seguro de vida de Emily había sido aumentada recientemente. La póliza incluía una cláusula que duplicaba el pago si tanto la madre como el feto morían.
Aun así, no había pruebas, solo sospechas.
Cuando los investigadores forenses volvieron a examinar la escena del accidente, descubrieron algo escalofriante: el conducto de los frenos del coche de Emily había sido cortado deliberadamente. El sedante, creían, estaba destinado a hacerle perder el conocimiento mientras conducía, asegurando que el accidente pareciera accidental.
La cronología comenzaba a encajar demasiado perfectamente.
Pero lo que nadie había anticipado era que la supervivencia del bebé —lo único que la salvación de ser incinerada viva— también podría ser lo que expusiera la verdad. Los forenses recuperaron el vial de sedante conservado del bolso de Emily, y las huellas dactilares confirmaron lo que todos temían.
Pertenecían a Mark.
Cuando se le enfrentó con la evidencia, Mark se derrumbó. En la sala de interrogatorios, sus manos temblaban mientras confesaba. No pretendía que las cosas llegaran tan lejos, afirmó. Estaba ahogado en deudas, entró en pánico por perder su casa. Emily se había negado a vender su herencia para cubrir sus pérdidas. “Se suponía que debía parecer un accidente”, susurró, mientras las lágrimas surcaban su rostro. “No sabía que seguía viva. No sabía lo de la bebé”.
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