Fernanda soltó una risa baja, una risa carente de cualquier empatía, una risa que yo nunca había escuchado antes, o quizás, una risa que había decidido ignorar.
—A todos nos duele algo, Soledad. La diferencia está en quién decide ser fuerte y quién decide ser una carga inútil. ¿Quieres seguir viviendo en esta casa? —Se inclinó un poco hacia ella, invadiendo su espacio vital—. Entonces demuestra que lo mereces. Aquí no mantenemos a viejas que solo sirven para comer y dormir. Tienes techo y comida, gánatelos. Y que no se te ocurra soltar a los niños; si lloran, me estropean la jaqueca.
Cada palabra fue un latigazo. Mi madre tragó saliva, apretó la esponja con sus dedos deformados por la artritis y volvió a frotar el suelo con una fuerza que no sé de dónde sacaba. Los bebés empezaron a llorar más fuerte, incómodos por la posición y el movimiento brusco.
—¡Aguanta, hija, aguanta un poquito más! —se dijo mi madre a sí misma, temblando.
No pude soportarlo ni un segundo más. La maleta se me resbaló de la mano y cayó al suelo con un golpe seco. El ruido retumbó como un cañonazo en el silencio sepulcral de la mansión.
Fernanda se giró de golpe, perdiendo el color en el rostro al instante. Mi madre intentó girarse, pero el peso y el dolor se lo impidieron.
Entré en el baño. No sentía mis piernas, solo sentía un fuego devorándome el pecho. Me quité la chaqueta del traje y la tiré al suelo.
—¿Qué demonios le estás haciendo a mi madre? —Mi voz salió gutural, irreconocible, cargada de una furia que jamás había experimentado.
El baño quedó en un silencio absoluto. Fernanda intentó recomponerse, alisándose la blusa con manos temblorosas.
—Ricardo… amor, llegaste temprano. No… no es lo que parece.
Ignoré su existencia por un momento. Me arrodillé junto a mi madre. El olor a químicos me golpeó la cara, mezclado con el olor a sudor frío de ella.
—Mamá… —susurré, y se me quebró la voz—. Mamá, por favor, perdóname.