Ella alzó el rostro. Tenía vergüenza en la mirada. Vergüenza. Ella, la víctima, sentía vergüenza.
—Ay, mi niño… yo… yo solo estaba ayudando. No te enfades con Fernanda, ella solo… ella me da cosas que hacer para que me sienta útil.
—¿Útil? —pregunté, sintiendo cómo las lágrimas me quemaban los ojos—. ¿De rodillas? ¿Cargando a mis hijos como si fueras una mula de carga mientras limpias retretes?
Me levanté y miré a Fernanda. Ella retrocedió un paso.
—Ricardo, no hagas un drama —dijo ella, recuperando su habitual tono defensivo—. Tu madre es de pueblo, está acostumbrada al trabajo duro. Ella misma lo pidió. Dice que se aburre sentada. Yo solo le hago un favor. Además, son sus nietos. ¿Desde cuándo cuidar a los nietos es un crimen?
—Cargar a dos bebés de ocho meses a la espalda mientras friegas con lejía no es cuidar a los nietos, Fernanda. ¡Es tortura! —Grité, y mi grito rebotó en los azulejos—. ¿Desde cuándo? Dímelo. ¿Desde cuándo la tratas como a una esclava en mi propia casa?
—¡Baja la voz! —siseó ella—. Los vecinos van a oír.
—¡Me importa un bledo lo que oigan los vecinos! —Me acerqué a ella, invadiendo su espacio tal como ella había hecho con mi madre—. Quiero saber cuántas veces la has tenido así.
Fernanda desvió la mirada. Ese silencio fue la confirmación de mis peores pesadillas. No era la primera vez. Era una rutina.
Regresé junto a mi madre y, con manos que me temblaban más que a ella, comencé a desatar el nudo del chal.
—Quieto, hijo, no… si los suelto se van a despertar y van a llorar, y a ella le molesta… —susurró mi madre, aterrorizada.
—Que le moleste —dije con firmeza—. Que le moleste todo lo que quiera. Nunca más vas a cargar nada que te haga daño. Nunca más.
Tomé a Santiago y luego a Mateo. Los sentí pesados, densos. Los coloqué sobre una toalla limpia en el suelo, lejos del charco de químicos. Los niños estaban extrañamente aletargados, con los ojos rojos.