Ayudé a mi madre a levantarse. Sus rodillas crujieron. Tuve que sostener casi todo su peso porque sus piernas fallaron. La senté en la tapa cerrada del inodoro. Fernanda soltó un bufido. Mi madre bajó la cabeza. Le subí suavemente la manga de su vieja bata de casa. Allí, en su antebrazo, había moratones. Algunos amarillos, viejos; otros morados, recientes. Marcas de dedos. Marcas de apretones fuertes. El aire se me escapó de los pulmones. —A veces… —susurró ella, tan bajo que apenas la oí—, a veces se impacienta cuando no entiendo rápido las cosas modernas. Me agarra fuerte para… para enseñarme. Pero es mi culpa, hijo, yo soy torpe, ya estoy vieja. Me giré hacia Fernanda. Ya no veía a la mujer con la que me había casado. Veía a un monstruo. —Ella te manipula —gritó Fernanda, perdiendo los papeles—. ¡Se hace la víctima para que me odies! Desde que la trajiste del pueblo no ha hecho más que estorbar. Esta casa necesita clase, Ricardo, necesita nivel. No podemos tener a una vieja con pañuelo y alpargatas paseándose por el salón cuando vienen mis amigas. ¡Me avergüenza! Ahí estaba. La verdad desnuda. No era disciplina, no era ayuda. Era clasismo. Era odio puro.
—Mírame, mamá. Dime la verdad. ¿Te ha pegado?
—¡Por favor, Ricardo! Eso ya es ridículo. ¿Cómo le voy a pegar?
—Mamá… —dije, sintiendo un dolor agudo en el pecho.
—Has estado golpeando a mi madre. Has estado humillándola.