Marina subió la escalera de mármol con el corazón acelerado, sus pasos apresurados resonando por la mansión vacía. Eran las 3 de la mañana y aquel sonido desesperado no paraba desde hacía más de una hora. La habían contratado apenas esa tarde para cuidar la casa, pero nadie había mencionado un bebé.
Cuando empujó la puerta del cuarto, la escena la paralizó.
Una cuna de madera noble estaba apoyada contra la pared. Dentro, un bebé de pocos meses se retorcía entre lágrimas, el rostro rojo y mojado. Pero lo que le quitó el aire fue el hombre sentado en el rincón opuesto, de espaldas a la cuna. Unos audífonos enormes cubrían sus orejas. Tecleaba frenéticamente en el portátil, completamente ajeno a la desesperación de su hijo.
Marina quedó congelada durante tres segundos interminables.
Entonces, algo dentro de ella se rompió.
Avanzó hasta la cuna y tomó al bebé en brazos, sintiendo el cuerpecito caliente temblar contra su pecho. El niño estaba empapado, el pañal pesado y frío. Sus labios estaban partidos. El biberón junto a la cuna tenía leche cuajada.
El hombre finalmente notó su presencia. Se arrancó los audífonos girándose bruscamente. Sus ojos estaban rojos, hundidos, como si no hubiera dormido en días.
La miró con una mezcla de rabia y vergüenza.
“¿Qué haces aquí?” Su voz salió ronca, quebrada.
“Oí el llanto”, respondió Marina, acomodando al bebé contra su hombro y meciéndolo suavemente. “Necesita que lo cambien. Y tiene hambre. ¿Cuándo fue la última vez que comió?”
El hombre se pasó la mano por el rostro, desviando la mirada. No respondió.
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Marina sintió una oleada de rabia subirle por la garganta, pero la tragó. No era momento de confrontaciones. Aquel bebé necesitaba cuidados inmediatos.
“¿Dónde está su baño?”, preguntó, manteniendo la voz firme, pero sin agresividad.
Él señaló una puerta lateral sin decir nada.
Marina entró en el espacio impecablemente decorado. Encontró pañales, toallitas y ropa limpia. Cambió al bebé con cuidado, lavó su carita, murmuró palabras suaves mientras él sollozaba bajito.
Cuando terminó, bajó a la cocina cargando al niño, que ahora se aferraba a su uniforme como si temiera ser abandonado de nuevo. Preparó un biberón nuevo. El bebé succionó la leche con una voracidad desesperada, sus ojitos relajándose por fin.
Marina sintió lágrimas calientes resbalar por su propio rostro. Aquella escena la lanzó años atrás, hacia otro bebé, otro llanto, otra culpa que jamás consiguió borrar.
No se dio cuenta de cuando el hombre entró a la cocina y se apoyó en el marco de la puerta, observando en silencio. Cuando Marina levantó los ojos, él estaba allí con una expresión devastada.
“Lo siento”, murmuró. “No puedo. No puedo mirarlo sin verla a ella.”
Marina no necesitó preguntar quién era “ella”. La ausencia femenina en aquella casa era palpable, como un agujero negro. Solo ascendiendo con la cabeza, continuando meciendo al bebé que ahora dormía profundamente.
“¿Puedes quedarte?” Su voz salió casi inaudible. “No solo hoy, siempre. Pago lo que sea necesario. Solo por favor, quédate”.
Marina miró a aquel hombre destruido, luego al bebé en sus brazos. Cada fibra de su ser gritaba que debía huir, que no se apegara, que no dejara que la historia se repitiera. Pero aquellos deditos diminutos aferrados a su uniforme parecían susurrar una súplica silenciosa.
“Me quedaré esta noche”, respondió finalmente. “Mañana hablamos.”