Antes de que Marina pudiera responder, resonó una voz grave. El patrón bajaba la escalera vestido con un traje impecable. La transformación era aterradora. Parecía otra persona: controlada, distante, empresarial.
“Beatriz, preparame el café para llevar. Tengo una reunión”. Ordenó sin mirar a nadie. Luego sus ojos se posaron en Marina y en el bebé. Por un segundo, algo se quebró en aquella máscara, pero se recompuso rápidamente.
“Así que te quedaste.”
“Me quedé”, respondió Marina alzando la barbilla.
“Perfecto. Beatriz te explicará la rutina. Tu salario será el doble. Pero hay una regla. No me busques para hablar sobre el bebé. No quiero informes, no quiero actualizaciones, solo haz tu trabajo”.
La frialdad de aquellas palabras cortó el aire. Él salió sin mirar atrás, dejando un vacío helado en la sala.
Beatriz sirvió el café de Marina con una sonrisa amarilla. “¿Lo viste? No soporta ni oír hablar de su propio hijo. El niño ni siquiera tiene nombre registrado aún. Ella quería llamarlo Benjamín, pero él nunca firmó los papeles”.
Marina miró al bebé en sus brazos, aquellos ojos inocentes que ya conocían el abandono. Benjamín. El nombre resonó en su mente como una promesa silenciosa.
Los siguientes días fueron extenuantes. Marina inició rutinas. Benjamín respondió a su toque con sonrisas tímidas. Cada pequeño avance reabría heridas antiguas. Por la noche, cuando la casa dormía, Marina lloraba en silencio. Los recuerdos venían en oleadas violentas: Otro bebé. Otra culpa.
Beatriz observaba todo con interés de predador, haciendo preguntas aparentemente inocentes, comentarios envenenados sobre la dedicación excesiva de Marina. Había algo calculado en cada palabra.