Nací en una familia incompleta. En cuanto aprendí a caminar, mis padres se divorciaron. Nanay Lorna me llevó de vuelta a Nueva Écija, una zona rural pobre con solo arrozales, sol, viento y chismes. No recuerdo con claridad el rostro de mi padre biológico, pero sé que mis primeros años fueron de escasez, tanto material como emocional.
Cuando tenía 4 años, mi madre se volvió a casar. Ese hombre era obrero de la construcción. Llegó a mi madre sin nada: sin casa, sin dinero; solo una espalda delgada, piel bronceada y manos callosas por el cemento.
Al principio, no me caía bien: era raro, salía temprano y llegaba tarde, y siempre olía a sudor y polvo de construcción. Pero fue el primero en arreglar mi vieja bicicleta, en ayudarme a coser mis sandalias rotas sin decir palabra. Hice un desastre, no me regañó; lo limpió en silencio. Cuando me acosaban en la escuela, no me regañó como mi madre; simplemente fue a recogerme en su vieja bicicleta. De camino, solo dijo una frase:
— “Tatay no te obliga a llamarme papá, pero Tatay siempre estará detrás de ti si lo necesitas.”
Me quedé callado. Pero desde ese día, empecé a llamarlo Tatay.
