Todos los domingos, Richard peregrinaba al cementerio con un ramo de lirios blancos, el favorito de Leo. Era su única tradición, el único gesto que le quedaba para honrar la memoria de su hijo.
Aquella tarde lluviosa, al acercarse a la tumba de Leo, notó algo extraño. Un niño, de no más de diez años, estaba sentado cerca con las piernas cruzadas, contemplando solemnemente la lápida. Vestido con ropas andrajosas, el niño parecía completamente fuera de lugar.
—¡Oye! ¿Qué haces aquí? —gritó Richard.
Sobresaltado, el niño saltó y salió corriendo hacia los árboles, desapareciendo entre las lápidas.
Esa noche, Richard no pudo dormir. La imagen del niño persistía en su mente: los ojos, la postura, la inexplicable tristeza que tanto le recordaba a Leo de niño. Algo se despertó en él. A las tres de la mañana, llamó a Daniel, su asistente de confianza e investigador privado.
“Hoy había un niño en la tumba de Leo. Necesito saber quién es. Encuéntrenlo”, dijo Richard.
Daniel, quien una vez dirigió la división de seguridad de la empresa de Richard, tenía una habilidad especial para encontrar a cualquier persona o cosa sin hacer mucho ruido. Richard confiaba en él como en nadie más.