Una niña y su perro K9 descubren a dos policías enterrados vivos. ¡Su siguiente movimiento sorprendió a todos!

La ventisca era tan fuerte que borraba cada huella que dejaban atrás.
Pero Renata seguía corriendo.

Tenía diez años, la nariz roja por el frío, la bufanda pegada a la boca por el vapor de su propio aliento. Cada respiro era un puñal helado en el pecho. A su lado, Max, su pastor alemán de la unidad K-9, tiraba de la correa, tenso como una cuerda.

—Max, ya… tenemos que regresar a casa —jadeó Renata, apenas viendo más allá de un par de metros entre la nieve.

De pronto, el perro se detuvo en seco. Las orejas se le alzaron, la cola rígida, el cuerpo completo apuntando hacia un montículo de nieve intacta a unos metros.

Gruñó. No era el gruñido juguetón de siempre. Era bajo, urgente, como si algo allá abajo respirara.

—¿Qué pasa, Max? —Renata frunció el ceño.

Antes de que pudiera dar otro paso, Max se lanzó hacia adelante. Se clavó en el montículo y empezó a cavar como un animal poseído. La nieve volaba por todos lados, salpicándole la cara a Renata. Las garras del perro rasgaban el hielo con desesperación.

—¡Max, ya! ¿Qué haces? —Renata cayó de rodillas junto a él, el corazón golpeándole en la garganta.

Entonces lo vio.

Un pedazo de tela azul apareció entre la nieve. No era cualquiera: era un uniforme de policía.

Renata tragó en seco y, con las manos entumidas, empezó a apartar nieve a manotazos. Poco a poco, un rostro emergió: piel amoratada, labios azules, ojos entreabiertos, cinta gris pegada sobre la boca. El oficial apenas respiraba.

El grito se le quedó atorado en la garganta.

 

 

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