Una niña y su perro K9 descubren a dos policías enterrados vivos. ¡Su siguiente movimiento sorprendió a todos!

—No… no, no, no —murmuró—. ¡Max!

El perro ya no estaba ahí. Se había movido unos pasos a la derecha, hacia otro montículo, y cavaba de nuevo con furia. Renata corrió hasta él, tropezando en la nieve.

Otro rostro salió a la superficie. Esta vez era una mujer: cabello negro pegado al hielo, mejillas llenas de moretones, igual de atada y enterrada.

Dos oficiales. Enterrados vivos.

La tormenta rugía a su alrededor, como si quisiera terminar lo que alguien más había empezado.

Un par de horas antes, el mundo era muy distinto.

La casa de los Herrera, en las afueras de un pequeño pueblo de la sierra de Chihuahua, estaba caliente y llena de luces. Afuera ya caían los primeros copos de nieve, pero adentro olía a sopa y a café recién hecho.

—¡Renata! —rugió Diego, su hermano mayor—. ¡Sabes cuánto me tardé en esa tarea!

El jugo de naranja se extendía sobre las hojas, las letras borrándose en manchas pegajosas. Renata sujetaba el vaso inclinado con la mirada llena de horror.

—Fue un accidente, te lo juro —balbuceó—. Solo quería hacerte espacio…

—Siempre “accidente”. Siempre “no fue mi culpa” —escupió Diego, empujando las hojas—. Eres una niña, Renata. ¡Nunca piensas!

La madre, Leticia, entró a la sala con el ceño fruncido, exhausta después de una guardia doble en el hospital.

—¿Qué está pasando ahora?

Diego señaló el desastre. Leticia cerró los ojos, respiró profundo.

Leave a Comment