—Renata, por favor… ya no puedo con más problemas hoy. Ve a tu cuarto.
Esas palabras le dolieron más que los gritos de Diego.
No “estás bien”. No “fue un accidente”. Solo “vete”.
Renata sintió los ojos llenos de lágrimas.
—Yo no quiero causar problemas —susurró, pero nadie la escuchó.
Tomó su chamarra del perchero, se la puso a medias y salió por la puerta trasera antes de que alguien pudiera detenerla. Max, que dormía junto al sillón, se levantó en cuanto oyó la puerta. El perro no dudó ni un segundo: se escabulló tras ella, empujando la puerta con el hocico.
—Solo necesito un minuto, Max —dijo Renata, limpiándose las mejillas mientras cruzaba el patio hacia los árboles—. Nada más uno.
La nieve caía despacio, suave, casi bonita. Renata caminó hacia el bosque detrás de la casa, donde solía jugar en verano. Inspiró hondo el aire frío, tratando de apagar el incendio en el pecho.
Pero el cielo se cerró rápido.
Los copos se volvieron agujas. El viento, un rugido. En cuestión de minutos, el mundo se pintó de blanco y gris. El sendero por donde había llegado desapareció.
Renata giró sobre sí misma, asustada.
—¿Mamá? —llamó, inútilmente—. ¿Diego?
El viento se tragó su voz.
No sabía en qué dirección estaba la casa.